Componer no es un don del que
todos gocen, señores. Yo duré casi tres meses componiendo esa melodía vengativa
y arrogante. ¡Qué suplicio! Al terminarla, la releí repetidamente, dando
vueltas, con las hojas en mis manos, por todo el cuarto. Tachones, marcas,
fragmentos subrayados que debía reemplazar; pero luego olvidaba hacerlo, así
que me obligaba a que me gustasen tal cual estaban.
Los estantes de mi reducida
biblioteca estaban polvorientos, olvidados. Las envolturas de alimentos se
habían dispersado, adquiriendo cierta posición privilegiada dentro de mi
aposento. La cama permanecía deshecha, cetrina, curtida. El piso estaba
realmente sucio. Las plantas de mis pies, siempre descalzos, estaban
ennegrecidas, curtidas de desidia, de indecisión, o de mucha determinación. Mi
atención tenía exclusividad; estaba enfocada en mi empresa obstinada, obcecada,
inaplazable. Aquella canción, en la que todos los acordes disonaban, era un
testimonio de traición. Las melodías contritas iban escoltadas por un séquito
de palabras maldicientes. ¡Una verdadera joya de la pesadumbre! El producto del
insomnio, de una emoción famélica, de un semblante desnutrido.
La insipidez de la rutina me
había hartado. No pensaba procrastinar más; la culminación inminente había
llegado. ¡Era hora! Lo medité un par de días, postrado en el escritorio de la
oficina, con los relatos de vida de mis colegas como banda sonora de mis
cavilaciones, de las posibilidades fabricadas dentro de mi cráneo. Los
teléfonos incesantes exigían mi atención, pero había quien me cubriera, y si no
fuera así, los solicitantes desertarían en algún momento, dejándome en paz;
solo así obtendría, como una epifanía, la mejor respuesta.
La tarde de domingo carga más
afán de lo habitual; no ve la hora de dar paso a la noche. Hojas en blanco
sobre la mesa de noche aguardan por convertirse en un informe semanal, ¡que
esperan mañana temprano en la empresa! Mastico la tapa del lapicero, empecinado
en mi sino más próximo. Uno de mis superiores me dijo alguna vez que después de
esto no había nada; algo debe de haber, si no, ¿qué sentido tendría padecer
tanto tedio, tanto trajín infructuoso para un empleado cualquiera? De
cualquiera forma, nadie se lamentará por mi ausencia. Entro al baño, del
botiquín extraigo un pequeño frasco de capsulas somníferas, que había dejado de
usar hace años —a causa del poco tiempo
que tengo a disposición del sueño—, y trago dos acompañadas de agua del grifo. Rápidamente me dirijo hacia
la sala y desconecto el teléfono. Aseguro la puerta principal y abro los ventanales que conectan con el balcón.
Del armario tomo unas cortinas más oscuras y procedo a ubicarlas en las
ventanas de mi cuarto, de tal modo que la oscuridad sea impenetrable, imbatible.
El sol está a punto de desaparecer en el occidente. El somnífero comienza a
entorpecer mi equilibrio; debo darme prisa. Me encierro en mi habitación, rompo
las hojas y las dejo esparcidas por el piso. Me rehúso a quemarlas; darán
testimonio de mis más recientes consideraciones. Los párpados no soportan más,
las imágenes oníricas rezuman del interior de mi cabeza. Lo tomo con ambas
manos y voy hasta el balcón. Miro hacia abajo; no hay forma de que sobreviva.
¡Es el momento! Sigo el descenso con mis ojos; se ralentiza, se dilata
demasiado el tiempo; el suelo espera. Al caer se destroza en pequeños pedazos,
sonando por última vez. Aquel condenado reloj electrónico no volverá a
interrumpir mi sueño. Mañana renunciaré a mi empleo.
Después de una semana sin
salir de casa, me llamó el secretario de mi jefe, con la intención de saber por
qué no había vuelto al trabajo. Ni siquiera me había reportado.
—Estoy trabajando en algo más importante —respondí.
—Le recomiendo presentar una carta de renuncia —comentó el secretario—, antes de que le anuncien su despido.
—Lo tendré en cuenta cuando pueda escribir algo que no sea lo que
actualmente escribo. Que tenga un buen día. Ah, y gracias por tomarse el tiempo
de llamarme.
Colgué y desconecté el
teléfono, a fin de evitar más interrupciones perjudiciales para mis fines.
Desenvolví algunas de las arrugadas hojas de papel insertadas en el cesto, a
fin de ver qué podría serme útil, qué podría salvar y encajar forzosamente en
el producto final. Aquel día no comí nada en absoluto y apenas me hidraté lo
suficiente; sucedió así por meses.
Aún no amanecía. El reloj del
nochero afirmaba que eran las cuatro y treinta y ocho a.m. El sujeto del bar,
que conocí en mi primera noche decadente, dormía durante el día; entonces lo
llamé, sin cabida a preocupaciones o incomodidad.
—¿Aló? —contestó con enérgica
voz.
—Salomón, buenos días. Habla con Albeiro.
—Hombre, me alegra que se decidiera a llamarme por fin. ¿Ya está lista?
—Eso supongo —dudé—. Sin embargo, puedo retocar un par de cosas
aquí y allá. Después solo es cuestión de memorizarla.
—Venga, entonces, el próximo sábado. Le abriré un espacio a las once y
media de la noche, que es cuando más gente hay activa y aún no se han pasado
con el licor.
—Perfecto —concluí.
Les diré que aventarme a
seguir vivo hasta este punto no fue precisamente la tarea más sencilla que me
haya planteado en la vida. Después de ser apaleado por cuantiosas revelaciones
respecto al detrimento de mi lealtad, de quejarme de dolor al flexionar el
codo, lanzando bocanadas de licor hacia mi garganta y acumular gritos
frustrados contra la inocente almohada, vieja y sucia, que sostiene mi cabeza
desmadejada, seguir respirando fue una decisión que implicó excelsa valentía y
tamaña zozobra. Meditar tanto comenzó siendo peligroso, pero con el tiempo se
transformó en la solución para inhibir los intentos de autoflagelación.
Almacenas una cantidad nociva
de ira a punto de bullir. Te reclama la consciencia por las barbaridades
cometidas en la ejecución del plan que pretendía conservar intacto el idilio,
de principio a fin, ilusoriamente, solo ilusoriamente. Te duelen las
articulaciones de los dedos de tanto escribir y tachar epístolas cuyo único
buzón de destino será el cesto atiborrado cercano a tu inquieto pie derecho.
—No volverá —le dije
al cetrino y cenceño sujeto que me observaba impávido desde el pequeño espejo
redondo que reposaba sobre el escaparate.
Él respondió, creo
que lo hizo, estirando los labios; el resto de su faz no mutó en absoluto.
—¿Hasta qué punto
vale la pena todo? De cualquier forma, no creo que esto llegue muy lejos.
Él regreso su boca
al estado anterior. Siguió mirando, y ya, y nada.
—Veo que no vas a
detenerte.
Él sacudió su
cabeza hacia ambos lados, casi de forma imperceptible, muy, muy lentamente.
—Adelante, pues.
Ahora la levísima
sacudida de cabeza fue de arriba hacia abajo y de vuelta, unas tres o cuatro
veces, según puedo recordar.
—Espero que esta
vez puedas dar algo más de lo que tienes.
Su rostro se tornó
rígido. No le gustó mi consejo.
—Así te arda.
No parecía
arderle.
Eran casi las diez cuando salí
a tomar un taxi. Vestía mi mejor traje: un blazer
gris, demasiado ancho y grueso, sobre una camisa blanca, arrugada y olorosa a
fragancia barata. El pantalón negro daba la impresión de estar flotando, atado
solo por el cinturón de cuero. Los zapatos negros, impecables, fulguraban con
la luz que emitía el poste contiguo a mí. El clima no prometía nada; ni
tempestad ni calma; demasiado incierto para mi gusto. Me consolé al pensar que
pasaría la noche dentro del bar, bebiendo y hablando, quizá, conmigo mismo.
Decidí no excederme en tragos
antes de la presentación. A pesar de que había memorizado cada detalle, la
embriaguez podría cachetearme, recordándome que no debía subestimarla. Los
nervios eran indisimulables. Salomón me entregó la guitarra y me indicó que
subiese a la pequeña tarima. Me senté en el banco, sin mirar hacia el frente;
sabía que un sinfín de pares de ojos aguardaban por mi intromisión musical. Dos
hombres subieron rápidamente para acomodar el micrófono a la altura de mis
labios. Me pidieron que probase el sonido y me dediqué a decir «buenas noches»
una y otra vez. Salomón, junto a la barra, levantó el dedo pulgar indicándome
que iniciara. «Aquí voy», pensé, dejándome llevar por el impulso de tocar. Todo
pareció fluir; no trastabillé en ninguna nota, mi lengua no se amilanó, mi voz
permaneció fuerte, pese a la sensación amarga que me provocaba la canción. Me
abuchearon. No cesaban de gritar que yo era un impedido rítmico, que carecía de
sentido estético. No obstante, me atreví a hablarles, menos como músico que
como persona:
—La obra debe hablar por el autor; nunca al
contrario. Pero es claro que ninguno de ustedes, señores, entendió la canción;
simplemente se dejaron guiar por el ritmo, que creyeron flojo.
—¿Y qué hay que entender? —gritó uno.
—Que ella dejó de ser monógama y buscó otros lechos, otras almohadas,
otras habitaciones más pulcras que la mía, y a mí solo me quedó escribir esto.
Los aplausos estallaron y las
voces me exigieron, empedernidamente, que volviera a cantarla.
Sorprendente final, aunque en única lectura, siento que pudo ser menos extenso. Gracias.
ResponderBorrar¡Muchas gracias!, tanto por leerlo como por comentar. Y, de hecho, cuando estaba incipiente era menos extenso, pero añadí una página más para cumplir con el requisito de páginas para el concurso.
ResponderBorrarSaludos.
Excelente trabajo ha hecho de todo mi agrado.
ResponderBorrarMuchas gracias. Es un placer que se disfrute de lo que escribo.
BorrarGran final. Sé lo que siente extender lo que con brevedad se puede ser más perfecto por cumplir con requisitos. Pero eso no le quita el mérito a ser un gran relato. Abrazo fuerte desde Perú.
ResponderBorrar¡Muchas gracias! Así es, a veces, para hacer parte de concursos o publicaciones hay que amoldarse a unos requisitos. Sin embargo, me gusta también la versión final y extendida.
ResponderBorrarGran saludo desde Colombia.
Me gusto mucho. Eso sí, no puede dejar de lado mi forma simbólica de lectura y sentí varios aciertos. El lugar común del escritor (de la vida) fracasado y empedernido se renueva. Me gusto el final y lo del reloj, estuvo bien logrado.
ResponderBorrar