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📝 Un cuento basado en un accidente ajeno: 'Piedra, papel o tijeras'

 «Piedra, papel o tijeras» Gabriel Castillo Suescún  © Este cuento pertenece al libro «Relatos de una mente desencuadernada».      En una no...

jueves, 7 de enero de 2021

Uno de mis cuentos ganadores, titulado: «Disonante»

Cuento: Disonante.

Ganador del Concurso de Cuento Breve Tomás Carrasquilla, organizado por la Dirección de Fomento Cultural del Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid. ©

Autor: Gabriel Castillo Suescún. ©


     Componer no es un don del que todos gocen, señores. Yo duré casi tres meses componiendo esa melodía vengativa y arrogante. ¡Qué suplicio! Al terminarla, la releí repetidamente, dando vueltas, con las hojas en mis manos, por todo el cuarto. Tachones, marcas, fragmentos subrayados que debía reemplazar; pero luego olvidaba hacerlo, así que me obligaba a que me gustasen tal cual estaban.

     Los estantes de mi reducida biblioteca estaban polvorientos, olvidados. Las envolturas de alimentos se habían dispersado, adquiriendo cierta posición privilegiada dentro de mi aposento. La cama permanecía deshecha, cetrina, curtida. El piso estaba realmente sucio. Las plantas de mis pies, siempre descalzos, estaban ennegrecidas, curtidas de desidia, de indecisión, o de mucha determinación. Mi atención tenía exclusividad; estaba enfocada en mi empresa obstinada, obcecada, inaplazable. Aquella canción, en la que todos los acordes disonaban, era un testimonio de traición. Las melodías contritas iban escoltadas por un séquito de palabras maldicientes. ¡Una verdadera joya de la pesadumbre! El producto del insomnio, de una emoción famélica, de un semblante desnutrido.

 

     La insipidez de la rutina me había hartado. No pensaba procrastinar más; la culminación inminente había llegado. ¡Era hora! Lo medité un par de días, postrado en el escritorio de la oficina, con los relatos de vida de mis colegas como banda sonora de mis cavilaciones, de las posibilidades fabricadas dentro de mi cráneo. Los teléfonos incesantes exigían mi atención, pero había quien me cubriera, y si no fuera así, los solicitantes desertarían en algún momento, dejándome en paz; solo así obtendría, como una epifanía, la mejor respuesta.     

     La tarde de domingo carga más afán de lo habitual; no ve la hora de dar paso a la noche. Hojas en blanco sobre la mesa de noche aguardan por convertirse en un informe semanal, ¡que esperan mañana temprano en la empresa! Mastico la tapa del lapicero, empecinado en mi sino más próximo. Uno de mis superiores me dijo alguna vez que después de esto no había nada; algo debe de haber, si no, ¿qué sentido tendría padecer tanto tedio, tanto trajín infructuoso para un empleado cualquiera? De cualquiera forma, nadie se lamentará por mi ausencia. Entro al baño, del botiquín extraigo un pequeño frasco de capsulas somníferas, que había dejado de usar hace años a causa del poco tiempo que tengo a disposición del sueño, y trago dos acompañadas de agua del grifo. Rápidamente me dirijo hacia la sala y desconecto el teléfono. Aseguro la puerta principal y abro  los ventanales que conectan con el balcón. Del armario tomo unas cortinas más oscuras y procedo a ubicarlas en las ventanas de mi cuarto, de tal modo que la oscuridad sea impenetrable, imbatible. El sol está a punto de desaparecer en el occidente. El somnífero comienza a entorpecer mi equilibrio; debo darme prisa. Me encierro en mi habitación, rompo las hojas y las dejo esparcidas por el piso. Me rehúso a quemarlas; darán testimonio de mis más recientes consideraciones. Los párpados no soportan más, las imágenes oníricas rezuman del interior de mi cabeza. Lo tomo con ambas manos y voy hasta el balcón. Miro hacia abajo; no hay forma de que sobreviva. ¡Es el momento! Sigo el descenso con mis ojos; se ralentiza, se dilata demasiado el tiempo; el suelo espera. Al caer se destroza en pequeños pedazos, sonando por última vez. Aquel condenado reloj electrónico no volverá a interrumpir mi sueño. Mañana renunciaré a mi empleo.

 

     Después de una semana sin salir de casa, me llamó el secretario de mi jefe, con la intención de saber por qué no había vuelto al trabajo. Ni siquiera me había reportado.

     Estoy trabajando en algo más importante respondí.

     Le recomiendo presentar una carta de renuncia comentó el secretario, antes de que le anuncien su despido.

     Lo tendré en cuenta cuando pueda escribir algo que no sea lo que actualmente escribo. Que tenga un buen día. Ah, y gracias por tomarse el tiempo de llamarme.

     Colgué y desconecté el teléfono, a fin de evitar más interrupciones perjudiciales para mis fines. Desenvolví algunas de las arrugadas hojas de papel insertadas en el cesto, a fin de ver qué podría serme útil, qué podría salvar y encajar forzosamente en el producto final. Aquel día no comí nada en absoluto y apenas me hidraté lo suficiente; sucedió así por meses.

 

     Aún no amanecía. El reloj del nochero afirmaba que eran las cuatro y treinta y ocho a.m. El sujeto del bar, que conocí en mi primera noche decadente, dormía durante el día; entonces lo llamé, sin cabida a preocupaciones o incomodidad.

     ¿Aló? contestó con enérgica voz.

     Salomón, buenos días. Habla con Albeiro.

     Hombre, me alegra que se decidiera a llamarme por fin. ¿Ya está lista?

     Eso supongo dudé. Sin embargo, puedo retocar un par de cosas aquí y allá. Después solo es cuestión de memorizarla.

     Venga, entonces, el próximo sábado. Le abriré un espacio a las once y media de la noche, que es cuando más gente hay activa y aún no se han pasado con el licor.

     Perfecto concluí.

     Les diré que aventarme a seguir vivo hasta este punto no fue precisamente la tarea más sencilla que me haya planteado en la vida. Después de ser apaleado por cuantiosas revelaciones respecto al detrimento de mi lealtad, de quejarme de dolor al flexionar el codo, lanzando bocanadas de licor hacia mi garganta y acumular gritos frustrados contra la inocente almohada, vieja y sucia, que sostiene mi cabeza desmadejada, seguir respirando fue una decisión que implicó excelsa valentía y tamaña zozobra. Meditar tanto comenzó siendo peligroso, pero con el tiempo se transformó en la solución para inhibir los intentos de autoflagelación.

 

     Almacenas una cantidad nociva de ira a punto de bullir. Te reclama la consciencia por las barbaridades cometidas en la ejecución del plan que pretendía conservar intacto el idilio, de principio a fin, ilusoriamente, solo ilusoriamente. Te duelen las articulaciones de los dedos de tanto escribir y tachar epístolas cuyo único buzón de destino será el cesto atiborrado cercano a tu inquieto pie derecho.

     —No volverá —le dije al cetrino y cenceño sujeto que me observaba impávido desde el pequeño espejo redondo que reposaba sobre el escaparate.

     Él respondió, creo que lo hizo, estirando los labios; el resto de su faz no mutó en absoluto.

     —¿Hasta qué punto vale la pena todo? De cualquier forma, no creo que esto llegue muy lejos.

     Él regreso su boca al estado anterior. Siguió mirando, y ya, y nada.

     —Veo que no vas a detenerte.

     Él sacudió su cabeza hacia ambos lados, casi de forma imperceptible, muy, muy lentamente.

     —Adelante, pues.

    Ahora la levísima sacudida de cabeza fue de arriba hacia abajo y de vuelta, unas tres o cuatro veces, según puedo recordar.

     —Espero que esta vez puedas dar algo más de lo que tienes.

     Su rostro se tornó rígido. No le gustó mi consejo.

     —Así te arda.

     No parecía arderle.

 

     Eran casi las diez cuando salí a tomar un taxi. Vestía mi mejor traje: un blazer gris, demasiado ancho y grueso, sobre una camisa blanca, arrugada y olorosa a fragancia barata. El pantalón negro daba la impresión de estar flotando, atado solo por el cinturón de cuero. Los zapatos negros, impecables, fulguraban con la luz que emitía el poste contiguo a mí. El clima no prometía nada; ni tempestad ni calma; demasiado incierto para mi gusto. Me consolé al pensar que pasaría la noche dentro del bar, bebiendo y hablando, quizá, conmigo mismo.

     Decidí no excederme en tragos antes de la presentación. A pesar de que había memorizado cada detalle, la embriaguez podría cachetearme, recordándome que no debía subestimarla. Los nervios eran indisimulables. Salomón me entregó la guitarra y me indicó que subiese a la pequeña tarima. Me senté en el banco, sin mirar hacia el frente; sabía que un sinfín de pares de ojos aguardaban por mi intromisión musical. Dos hombres subieron rápidamente para acomodar el micrófono a la altura de mis labios. Me pidieron que probase el sonido y me dediqué a decir «buenas noches» una y otra vez. Salomón, junto a la barra, levantó el dedo pulgar indicándome que iniciara. «Aquí voy», pensé, dejándome llevar por el impulso de tocar. Todo pareció fluir; no trastabillé en ninguna nota, mi lengua no se amilanó, mi voz permaneció fuerte, pese a la sensación amarga que me provocaba la canción. Me abuchearon. No cesaban de gritar que yo era un impedido rítmico, que carecía de sentido estético. No obstante, me atreví a hablarles, menos como músico que como persona:

      La obra debe hablar por el autor; nunca al contrario. Pero es claro que ninguno de ustedes, señores, entendió la canción; simplemente se dejaron guiar por el ritmo, que creyeron flojo.

     ¿Y qué hay que entender? gritó uno.

     Que ella dejó de ser monógama y buscó otros lechos, otras almohadas, otras habitaciones más pulcras que la mía, y a mí solo me quedó escribir esto.

     Los aplausos estallaron y las voces me exigieron, empedernidamente, que volviera a cantarla.


7 comentarios:

  1. Sorprendente final, aunque en única lectura, siento que pudo ser menos extenso. Gracias.

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  2. ¡Muchas gracias!, tanto por leerlo como por comentar. Y, de hecho, cuando estaba incipiente era menos extenso, pero añadí una página más para cumplir con el requisito de páginas para el concurso.

    Saludos.

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  3. Excelente trabajo ha hecho de todo mi agrado.

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  4. Gran final. Sé lo que siente extender lo que con brevedad se puede ser más perfecto por cumplir con requisitos. Pero eso no le quita el mérito a ser un gran relato. Abrazo fuerte desde Perú.

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  5. ¡Muchas gracias! Así es, a veces, para hacer parte de concursos o publicaciones hay que amoldarse a unos requisitos. Sin embargo, me gusta también la versión final y extendida.

    Gran saludo desde Colombia.

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  6. Me gusto mucho. Eso sí, no puede dejar de lado mi forma simbólica de lectura y sentí varios aciertos. El lugar común del escritor (de la vida) fracasado y empedernido se renueva. Me gusto el final y lo del reloj, estuvo bien logrado.

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