Conocé un poco de mi trabajo

📝 Un cuento basado en un accidente ajeno: 'Piedra, papel o tijeras'

 «Piedra, papel o tijeras» Gabriel Castillo Suescún  © Este cuento pertenece al libro «Relatos de una mente desencuadernada».      En una no...

domingo, 31 de enero de 2021

Prólogo e inicio del libro «El corazón cenicero» 🔪🚬

 

¡Buenas tardes, parces! 🍻✊ Bienvenidos nuevamente a mi blog:

En esta ocasión me place presentarles el prólogo, escrito por un colega de la ciudad (Medellín), y el inicio de la novela «El corazón cenicero».



PRÓLOGO

 

     Por medio de un tejido de descripciones precisas y movimientos corporales al mejor estilo de Prozac Nation, conflictos circunstanciales divididos en actos, acercamientos de rostros y gestos que rayan con la obsesión de Mort Drucker en la revista MAD, y un equilibrio aceptable entre diálogos y situaciones, etcétera, Gabriel narra el punto de no retorno de Cloe, arriesgándose a simular una narrativa maquinada en realidad por una mujer, una adolescente amarga que anda por el mundo a la defensiva, que pasa sus días llenando su bitácora y realizando diseños por encargo, intentando pasarla bien con sus pocos amigos humanos y sus amigos etílicos, mientras intenta formarse un sentido de la vida —que desafortunadamente existirá nunca para nadie—, sentido que desaparece abruptamente, víctima de una sucesión de eventos adversos y, en últimas, de la violencia recibida por todos los canales posibles (en este punto mi mente me lleva a recordar, sin permiso, Los días de la ballena, porque en esta peli sucede algo similar, un puñado de sueños de jóvenes creadores se ve cuarteado por la lascivia del crimen y del sacrificio del otro a cambio del propio y retorcido placer: es este tal vez el contorno del mosaico que es nuestro retrato generacional). Así que El corazón cenicero es una novela sobre la violencia y el odio y las consecuencias que estas pueden tener en el mundo psicológico de una persona —de un personaje, en este caso—. Es la imposibilidad, la impotencia, resultado del sentimiento de marginalidad, lo que comparte de alguna forma Cloe con Martina, la protagonista de Lo que dicta la voz, que es la primera novela publicada por el autor.

 

Lo que le sucede a Cloe nos refleja esa posibilidad de que, cuando un personaje decide cambiar de parecer —no de parecer sino de deseo—, todo se vaya para el carajo y vuele sangre por las paredes hasta alcanzar el techo. Nos muestra el lado fosco de las relaciones humanas. Aquella desconfianza y recelo básicos en la personalidad de Cloe, tras vivenciar ciertos puntos críticos, la lanzan a la paranoia, y luego la paranoia al odio y el odio a la agresividad como respuesta genérica frente a la adversidad, incluso llegando a exhibir actitudes psicopáticas (un movimiento que ya hemos visto en La Haine, El odio, la película de Mathieu Kassovitz; esto es, las consecuencias del resentimiento social); por tal motivo es esta la historia también de una venganza, y de dos y de tres, aunque con motivos abstractos y difíciles de dirimir; este rumbo es esperable cuando se vive en una ciudad en la que la sangre se ha vuelto pintura para las paredes y las balas vuelan por entre las rendijas que forman las anchas hojas de los palos de mango y los pillos por encima de los techos, en una ciudad en la que está perfectamente bien invadir al otro y aprovecharse de él y magullarlo y tal vez pervertir su libertad sexual y quizá desaparecerlo luego para que la fiesta continúe. Hace poco un amigo hizo el comentario de que Medellín llegó a ser la ciudad más violenta en el mundo en algún momento, por allá en los noventas, etcétera; cuando se vive en una ciudad de tales rasgos lo natural es nacer con una semiautomática calibre 38 en la axila. Además, esta historia también intenta abordar el asunto de la violencia vuelta sobre sí mismo, una suerte de crueldad interiorizada que puede seguirse en Cloe, por ejemplo, considerando su lamentable tabaquismo…, y el ejemplo más claro de todos: el miedo de hacerse daño a sí misma, pudiendo despicar las botellas de licor vacías regadas por toda su habitación durante sus encierros depresivos, llegando al punto de traspasar los líquidos en botellas de plástico, para no irse a dañar y poder seguir embriagándose.

 

(Los saltos sutiles en la estructura narrativa —fragmentos intercalados entre un narrador omnisciente y la propia voz del personaje— logran generar en el lector la sensación de distanciamiento que nace, a su vez, de los momentos en que Cloe se ve abstraída, alienada: a veces parece, extrañamente, que el narrador externo aterriza en el libro cuando Cloe está tan ocupada o tan encartada con su vida que le queda imposible narrar-se. Además, elementos como las regresiones, escenas en diferido, los círculos de epítetos y uno que otro artefacto propio del cine, van dando forma y sentido a la novela; supongo que el uso de estos recursos tiene que ver directamente con lo que es el perfil de Gabo, quien es también estudiante de audiovisuales y MC, revoltijo en el que ha producido algunos cortometrajes y videoclips)

Si bien El corazón cenicero es una novela completa y cerrada sobre su propia línea argumental, sigue siendo un texto con múltiples puntos de fuga, inquietudes con las que irse a pensar luego de terminar su lectura, pero en este caso vale la pena resaltar dos de ellos, fundidos en una dupla: el delirio ni tan delirio de haber perdido el control sobre el propio bienestar y la insurrección sociópata.

 

 

Pablo Armijos.


 

ALTERIDAD

 

     Ni siquiera escuchó cuántos años dictó la sentencia. Su atención tenía su único foco en el rostro de sorpresa de Elías. La sonrisa de Cloe al presionar cada vez más sobre la primera abertura. Una más. Y otra. El ímpetu de él, desvaneciéndose frente a ella, era en lo único que podía pensar. Recordarlo con tanto detalle. Enfermizo. Remordimientos, exangües, no alcanzaban a cumplir su labor. Saborear cada puntada. El desplome, la extinción del aliento, la sevicia.      

Meses pasaron antes de poder pensar en otros asuntos. Sus acciones rutinarias eran más que mecánicas, evitándole, incluso, enfrentamientos con sus compañeras de confinamiento. Comer por inercia; tomar sol por obligación; leer de vez en cuando; hablar nunca. ¿Qué pensaría su padre? Ni en ello pensaba. Lo que pensara su madre importaba menos que nada. ¿Cómo estaría Jenny? ¿Se negaba a visitarla? La risa de una chiquilla aterrizaba en sus oídos, provocando una extraña sonrisa en ella. Poco a poco regresó de su insensatez. Nunca arrepentida, cabe aclarar. Sobre su condena supo después. Lo aceptó, sin más.      

En el camino hacia su entrega fue renunciando a la cordura. El trecho casi eternizado, repleto de pensamientos beligerantes que obstaculizaban su tranquilidad. Al llegar ya no era ella, era otra, u otras, era quien nunca creyó que podría ser.                                                        


 

PRIMERA PARTE:

AUSENTE DE SÍ

 

1

 

La frescura del ambiente se entrometía en mis asuntos personales, disfrazada de leve ventisca, colándose por la ventana y erizando la piel. Las nubes grises habían conquistado a cabalidad la amplitud del cielo; lo noté al asomarme por la ventana. La lluvia, esperando no ser muy inoportuna, estaba próxima a hacer su aparición, anunciándose por medio de estrepitosos truenos y relámpagos que cubrían el cielo de blancos destellos. El reloj marcaba las once y trece minutos de la noche. Lancé, sin mirar dónde caería, la colilla del último cigarrillo que me restaba, calcé los tenis negros que reposaban bajo la cama, me atavié con una chaqueta de cuero y salí en busca de más nicotina, con el fin de saciar mis ansias y confundir a la soledad; quise hacerle creer que era bienvenida, que no incomodaba con su presencia, con su persistencia en quedarse aquí y en pasear por la casa cada vez que le viniera en gana. Para mi sorpresa, aún estaba abierta la tienda que distaba cuatro casas de mi edificio.      



▶ ¿Les gustó? ¿Piensan que pinta bien el total de la trama? Pueden leerlo completo a través de Amazon (en formato físico o digital):  https://www.amazon.com/dp/B08CWJ4T8K

▶ También a través de AutoresEditores.com (esta plataforma es perfecta para quienes prefieren tener y leer libros en físico y viven en Latinoamérica: https://www.autoreseditores.com/libro/16817/gabriel-castillo-suescun/el-corazon-cenicero.html

¡Muchas gracias!

 

sábado, 23 de enero de 2021

'Extraviados', un cuento propio sobre la nostalgia de la infancia.

MICRORRELATOExtraviados.

LIBRO AL QUE PERTENECE: Relatos de una mente desencuadernada ©

AUTOR: Gabriel Castillo Suescún.




     No la veía desde que me fui, cuando recién cumplía diez años, y ahora la tenía en frente. Me detuve un par de minutos a detallar los cambios, que no eran pocos, y a revivir lo que no habría ni habrá de regresar. Me vi en aquel balcón, lanzándole las llaves a mi madre cuando regresaba del trabajo, ya que solo había una copia, pues ella aseguraba que tener más era regalarle la casa a alguien cuando estas se extraviasen. ¡Y bastante trabajo que había costado adquirir el inmueble! Pagos atrasados, intereses, cuotas que parecían no tener fin.

     Antes de tocar, corroboré, pese a que mucha gente lo afirma, que los años no llegan solos; si bien la arquitectura parecía intacta, la fachada estaba acomodada a los gustos de alguien más.

     Toqué sin más, sin saber qué podría haber aún allí para mí. Al pasar de varios minutos, me abrió una señora de cabello ensortijado y color rosa, con la piel arrugada y blanca, ataviada con alhajas de plata y oro golfi; pendientes, collares, pulseras, etcétera. Llevaba un vestido amarillo con escote redondeado y cortado a la altura de sus pechos. Nada de su indumentaria se acomodaba a su edad; al menos eso pensé. Inquirió que qué deseaba; aunque no de una forma grosera, sí algo inquietante. Intuí que las visitas que recibía aquella dama eran nulas. Antes de que me lo dijera, supe que vivía sola.

     Le expliqué mis razones, aduciendo mi nostalgia y mi memoria deteriorada e inexacta. Me invitó a pasar. Había allí muebles tapizados con telas amarillentas y rojas. La madera de casi todos los muebles estaba corroída y maltratada y gastada y despicada; apenas si podía sostenerse y sostener a alguien. Me senté en el sofá principal, que chirrió casi al punto de desfallecer por mi peso. El piso ajedrezado seguía siendo el mismo de mi infancia; me veía caer tantas veces allí; esta vez en tercera persona, como si el chiquillo que fui, y que he visto en fotos, saliera de mí y actuara para mi complacencia. Las paredes estaban pintadas de otro color: un tono de verde opaco; aun así, la pintura no era reciente. La señora, no sin antes presentarse como Stella, fue a la cocina y regresó con un pocillo de aromática humeante e intrigantemente olorosa. La recibí de buen gusto, sorbí dos veces y sonreí mi agradecimiento y mi vergüenza. Sin dejarme decir algo más, me contó que allí vivían las memorias de alguien más, que ella escuchaba las risas y los juegos, las reprimendas y los llantos, el resquebrajamiento que causó tener que entregar la casa como pago de la deuda bancaria y el último adiós antes de subir la caja faltante al camión de mudanza. Ocultando mi asombro, me dediqué a continuar sorbiendo repetitivamente el contenido del pocillo y a escucharla, con mis ojos muy abiertos. Hizo una pausa, me miró dos veces después de mirar hacia la ventana principal. Tomó el pocillo vacío que yo sostenía débilmente en mis manos y partió rumbo a la cocina; desde allí dijo, levantando la voz, «llevaba años esperando a quien dejó aquí sus recuerdos».

martes, 19 de enero de 2021

📚 Protagonista de «El corazón cenicero». 🔪🚬

 ¡Buenas tardes,  parces! ¿Cómo están hoy? 🍻✊


Esta vez quiero presentarles a Cloe Rodríguez, personaje principal de mi novela propia favorita, «El corazón cenicero», en compañía de algunas descripciones que figuran en el libro.

Ilustración a cargo de Yesid Muñoz Urrego. ©





▶¿Les gustaría leerlo? Recuerden que pueden adquirirlo en formato físico en AutoresEditores.com, si viven en Latinoamérica, y en físico a través de Amazon, si viven en Europa o Estados Unidos. También se encuentra disponible en Kindle Unlimited.

¡Saludos!

martes, 12 de enero de 2021

🎬 3 películas en las que la muerte no sega de tajo la existencia 💀

¡Buenas tardes, parces! Feliz inicio de semana para todos.


Hoy les traigo estas 3 recomendaciones, que me llegaron a la mente, de películas en las que los personajes, de una u otra forma, alargan su existencia en el plano terrenal.




1. El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957): Una de mis películas favoritas de todos los tiempos, por cierto. Aquí el protagonista propone una partida de ajedrez a la muerte, para extender por un tiempo su vida con el fin de lograr algo que le dé sentido a la misma.



2. Los otros (Alejandro Amenábar, 2001): En esta película los muertos se niegan a abandonar aquellos espacios que habitaron en vida.



3. The jacket: solo diré, para no spoilear, que la película en Latinoamérica fue llamada «Regresiones de un muerto».



¿Qué otras películas similares conocen? Dejen sus recomendaciones en los comentarios.

¡Saludos!

sábado, 9 de enero de 2021

Corelli, una suerte de mecenas místico (RESEÑA de «El juego del ángel», de Carlos Ruiz Zafón)

NO HAY SPOILERS.

¡Buenas noches, parces! 🍻✊

En esta ocasión quiero compartirles una reseña de unos de mis libros favoritos. En esta, menciono algunos aspectos narrativos y estéticos, sin arruinar lo más importante de la trama a quienes no la hayan leído.


Los invito a que me compartan sus opiniones en los comentarios, a fin de enriquecer el diálogo respecto de esta obra.

¡Muchas gracias!

jueves, 7 de enero de 2021

Uno de mis cuentos ganadores, titulado: «Disonante»

Cuento: Disonante.

Ganador del Concurso de Cuento Breve Tomás Carrasquilla, organizado por la Dirección de Fomento Cultural del Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid. ©

Autor: Gabriel Castillo Suescún. ©


     Componer no es un don del que todos gocen, señores. Yo duré casi tres meses componiendo esa melodía vengativa y arrogante. ¡Qué suplicio! Al terminarla, la releí repetidamente, dando vueltas, con las hojas en mis manos, por todo el cuarto. Tachones, marcas, fragmentos subrayados que debía reemplazar; pero luego olvidaba hacerlo, así que me obligaba a que me gustasen tal cual estaban.

     Los estantes de mi reducida biblioteca estaban polvorientos, olvidados. Las envolturas de alimentos se habían dispersado, adquiriendo cierta posición privilegiada dentro de mi aposento. La cama permanecía deshecha, cetrina, curtida. El piso estaba realmente sucio. Las plantas de mis pies, siempre descalzos, estaban ennegrecidas, curtidas de desidia, de indecisión, o de mucha determinación. Mi atención tenía exclusividad; estaba enfocada en mi empresa obstinada, obcecada, inaplazable. Aquella canción, en la que todos los acordes disonaban, era un testimonio de traición. Las melodías contritas iban escoltadas por un séquito de palabras maldicientes. ¡Una verdadera joya de la pesadumbre! El producto del insomnio, de una emoción famélica, de un semblante desnutrido.

 

     La insipidez de la rutina me había hartado. No pensaba procrastinar más; la culminación inminente había llegado. ¡Era hora! Lo medité un par de días, postrado en el escritorio de la oficina, con los relatos de vida de mis colegas como banda sonora de mis cavilaciones, de las posibilidades fabricadas dentro de mi cráneo. Los teléfonos incesantes exigían mi atención, pero había quien me cubriera, y si no fuera así, los solicitantes desertarían en algún momento, dejándome en paz; solo así obtendría, como una epifanía, la mejor respuesta.     

     La tarde de domingo carga más afán de lo habitual; no ve la hora de dar paso a la noche. Hojas en blanco sobre la mesa de noche aguardan por convertirse en un informe semanal, ¡que esperan mañana temprano en la empresa! Mastico la tapa del lapicero, empecinado en mi sino más próximo. Uno de mis superiores me dijo alguna vez que después de esto no había nada; algo debe de haber, si no, ¿qué sentido tendría padecer tanto tedio, tanto trajín infructuoso para un empleado cualquiera? De cualquiera forma, nadie se lamentará por mi ausencia. Entro al baño, del botiquín extraigo un pequeño frasco de capsulas somníferas, que había dejado de usar hace años a causa del poco tiempo que tengo a disposición del sueño, y trago dos acompañadas de agua del grifo. Rápidamente me dirijo hacia la sala y desconecto el teléfono. Aseguro la puerta principal y abro  los ventanales que conectan con el balcón. Del armario tomo unas cortinas más oscuras y procedo a ubicarlas en las ventanas de mi cuarto, de tal modo que la oscuridad sea impenetrable, imbatible. El sol está a punto de desaparecer en el occidente. El somnífero comienza a entorpecer mi equilibrio; debo darme prisa. Me encierro en mi habitación, rompo las hojas y las dejo esparcidas por el piso. Me rehúso a quemarlas; darán testimonio de mis más recientes consideraciones. Los párpados no soportan más, las imágenes oníricas rezuman del interior de mi cabeza. Lo tomo con ambas manos y voy hasta el balcón. Miro hacia abajo; no hay forma de que sobreviva. ¡Es el momento! Sigo el descenso con mis ojos; se ralentiza, se dilata demasiado el tiempo; el suelo espera. Al caer se destroza en pequeños pedazos, sonando por última vez. Aquel condenado reloj electrónico no volverá a interrumpir mi sueño. Mañana renunciaré a mi empleo.

 

     Después de una semana sin salir de casa, me llamó el secretario de mi jefe, con la intención de saber por qué no había vuelto al trabajo. Ni siquiera me había reportado.

     Estoy trabajando en algo más importante respondí.

     Le recomiendo presentar una carta de renuncia comentó el secretario, antes de que le anuncien su despido.

     Lo tendré en cuenta cuando pueda escribir algo que no sea lo que actualmente escribo. Que tenga un buen día. Ah, y gracias por tomarse el tiempo de llamarme.

     Colgué y desconecté el teléfono, a fin de evitar más interrupciones perjudiciales para mis fines. Desenvolví algunas de las arrugadas hojas de papel insertadas en el cesto, a fin de ver qué podría serme útil, qué podría salvar y encajar forzosamente en el producto final. Aquel día no comí nada en absoluto y apenas me hidraté lo suficiente; sucedió así por meses.

 

     Aún no amanecía. El reloj del nochero afirmaba que eran las cuatro y treinta y ocho a.m. El sujeto del bar, que conocí en mi primera noche decadente, dormía durante el día; entonces lo llamé, sin cabida a preocupaciones o incomodidad.

     ¿Aló? contestó con enérgica voz.

     Salomón, buenos días. Habla con Albeiro.

     Hombre, me alegra que se decidiera a llamarme por fin. ¿Ya está lista?

     Eso supongo dudé. Sin embargo, puedo retocar un par de cosas aquí y allá. Después solo es cuestión de memorizarla.

     Venga, entonces, el próximo sábado. Le abriré un espacio a las once y media de la noche, que es cuando más gente hay activa y aún no se han pasado con el licor.

     Perfecto concluí.

     Les diré que aventarme a seguir vivo hasta este punto no fue precisamente la tarea más sencilla que me haya planteado en la vida. Después de ser apaleado por cuantiosas revelaciones respecto al detrimento de mi lealtad, de quejarme de dolor al flexionar el codo, lanzando bocanadas de licor hacia mi garganta y acumular gritos frustrados contra la inocente almohada, vieja y sucia, que sostiene mi cabeza desmadejada, seguir respirando fue una decisión que implicó excelsa valentía y tamaña zozobra. Meditar tanto comenzó siendo peligroso, pero con el tiempo se transformó en la solución para inhibir los intentos de autoflagelación.

 

     Almacenas una cantidad nociva de ira a punto de bullir. Te reclama la consciencia por las barbaridades cometidas en la ejecución del plan que pretendía conservar intacto el idilio, de principio a fin, ilusoriamente, solo ilusoriamente. Te duelen las articulaciones de los dedos de tanto escribir y tachar epístolas cuyo único buzón de destino será el cesto atiborrado cercano a tu inquieto pie derecho.

     —No volverá —le dije al cetrino y cenceño sujeto que me observaba impávido desde el pequeño espejo redondo que reposaba sobre el escaparate.

     Él respondió, creo que lo hizo, estirando los labios; el resto de su faz no mutó en absoluto.

     —¿Hasta qué punto vale la pena todo? De cualquier forma, no creo que esto llegue muy lejos.

     Él regreso su boca al estado anterior. Siguió mirando, y ya, y nada.

     —Veo que no vas a detenerte.

     Él sacudió su cabeza hacia ambos lados, casi de forma imperceptible, muy, muy lentamente.

     —Adelante, pues.

    Ahora la levísima sacudida de cabeza fue de arriba hacia abajo y de vuelta, unas tres o cuatro veces, según puedo recordar.

     —Espero que esta vez puedas dar algo más de lo que tienes.

     Su rostro se tornó rígido. No le gustó mi consejo.

     —Así te arda.

     No parecía arderle.

 

     Eran casi las diez cuando salí a tomar un taxi. Vestía mi mejor traje: un blazer gris, demasiado ancho y grueso, sobre una camisa blanca, arrugada y olorosa a fragancia barata. El pantalón negro daba la impresión de estar flotando, atado solo por el cinturón de cuero. Los zapatos negros, impecables, fulguraban con la luz que emitía el poste contiguo a mí. El clima no prometía nada; ni tempestad ni calma; demasiado incierto para mi gusto. Me consolé al pensar que pasaría la noche dentro del bar, bebiendo y hablando, quizá, conmigo mismo.

     Decidí no excederme en tragos antes de la presentación. A pesar de que había memorizado cada detalle, la embriaguez podría cachetearme, recordándome que no debía subestimarla. Los nervios eran indisimulables. Salomón me entregó la guitarra y me indicó que subiese a la pequeña tarima. Me senté en el banco, sin mirar hacia el frente; sabía que un sinfín de pares de ojos aguardaban por mi intromisión musical. Dos hombres subieron rápidamente para acomodar el micrófono a la altura de mis labios. Me pidieron que probase el sonido y me dediqué a decir «buenas noches» una y otra vez. Salomón, junto a la barra, levantó el dedo pulgar indicándome que iniciara. «Aquí voy», pensé, dejándome llevar por el impulso de tocar. Todo pareció fluir; no trastabillé en ninguna nota, mi lengua no se amilanó, mi voz permaneció fuerte, pese a la sensación amarga que me provocaba la canción. Me abuchearon. No cesaban de gritar que yo era un impedido rítmico, que carecía de sentido estético. No obstante, me atreví a hablarles, menos como músico que como persona:

      La obra debe hablar por el autor; nunca al contrario. Pero es claro que ninguno de ustedes, señores, entendió la canción; simplemente se dejaron guiar por el ritmo, que creyeron flojo.

     ¿Y qué hay que entender? gritó uno.

     Que ella dejó de ser monógama y buscó otros lechos, otras almohadas, otras habitaciones más pulcras que la mía, y a mí solo me quedó escribir esto.

     Los aplausos estallaron y las voces me exigieron, empedernidamente, que volviera a cantarla.