Conocé un poco de mi trabajo

📝 Un cuento basado en un accidente ajeno: 'Piedra, papel o tijeras'

 «Piedra, papel o tijeras» Gabriel Castillo Suescún  © Este cuento pertenece al libro «Relatos de una mente desencuadernada».      En una no...

sábado, 26 de diciembre de 2020

Fragmento inicial del libro «Tras la muerte, hay otro comienzo»

TRAS LA MUERTE, HAY OTRO COMIENZO


¡Buenas noches, parces! Les saludo cordialmente desde Medellín, Colombia:

Hoy me place enormemente compartirles la parte con la que comienza mi más reciente novela. 


Los invito a leerlo y contarme qué les parece, qué presagian respecto a lo que sigue después de este:





Capítulo I: Lamento interrumpir

 

1.

 

     Los primeros visos de luz matutina comenzaron a despellejar la noche. La luna, menguante, se negaba a desaparecer del panorama. Aunque yo era incapaz de sentirlo, podía observar el frío que ofrecía aquella madrugada. Se me permitía el olfato, intenso, infalible; la vista, de impensable alcance, de nítido enfoque, sin importar la distancia; y el oído, que tenía una agudeza no mundana o, por lo menos, muy superior a las capacidades sensoriales de un ser humano. Estaba desprovista del sentido del gusto y mi piel carecía de sensibilidad alguna. Una aglomeración de murmullos que departían antes de iniciar las labores matutinas y altavoces que ofrecían productos ambientaban la mañana opaca y nublada. Los trenes del Metro hacían vibrar, con más notoriedad de lo habitual, el puente que atraviesa la zona céntrica y divide la ciudad, recorriéndola de sur a norte, contiguo al río Medellín. Candados se aflojaban aquí y allá; luego los portales metálicos tronaban al abrirse completamente; los comerciantes acomodaban sus vitrinas y organizaban la mercancía. El aroma de las arepas asadas, luego aderezadas con mantequilla y quesito; y los pasteles freídos, que contenían pollo o huevo; era acompañado por el siseo del aceite hirviendo y las palmas de los vendedores, que invitaban a los comensales hambrientos.

     Un asunto apremiaba mi andar. De paso, avizoraba el sector, tratando de localizar aquella energía expirante. Junto a mí, un hombre algo arrugado, con la piel trigueña y la tonalidad visiblemente desigual por partes, enfundado en un overol beige, arrastraba forzosamente una carreta repleta de cajas de cartón, replegadas y amontonadas; pude intuir que estas eran más pesadas de lo que su aspecto permitía entrever. Se me antojó vital ese hombre, pese a su edad, pese a su físico famélico, pese a las venas prominentes de sus brazos, pese a los hombros caídos y asimétricos, pese a todo. Las pequeñas ruedas de la carreta rechinaban y rebotaban levemente sobre el adoquinado. Sus brazos cenceños y venosos se adherían con fuerza a los largueros. Su faz, en especial la frente, se apretaba y desapretaba con cada paso, acentuando las arrugas. De mí qué hubiese sido de haber alcanzado su edad, de haberme librado de lo terminal y de haber tenido un expedito destino, una vida común y corriente; debía dejar de cuestionarme insulseces y continuar con la búsqueda; sí, definitivamente era lo que debía hacer.

     A pocos metros de allí, un hombre de piel oscura, totalmente calvo, sentado en un banquito de plástico, cantaba sin afinación alguna, utilizando un micrófono inalámbrico y un parlante negro y empolvado. Vestía una camisa azul, con el cuello desabotonado y sin doblar, que le quedaba algo apretada, exhibiendo la anchura de hombros y pectorales. Llevaba un jean, también muy ceñido a sus anchas piernas, y un par de mocasines. Era invidente, la gente se percataba de ello una vez pasaban cerca de él; luego depositaban monedas en el recipiente de aluminio que sostenía en su mano izquierda. Al escuchar las monedas, el individuo sonreía jovialmente y pedía un abrazo a cada alma generosa —y en apariencia desprendida— que había hecho su pequeño pero valioso aporte, antes de que se alejaran, continuando su rumbo y sus propios afanes. Una imagen sublime, como la sonrisa del sujeto, que no podía contagiarme, por más que yo desease que así fuera. La perversión, que suelen tener las mentes desencuadernadas y las naturalezas violentas, no suele sentir atracción por afectar a personas como aquel hombre; si hubiese podido, me habría alegrado por ello. De cualquier forma, yo podía saber, con algo de precisión, que allí había más años de vida, de fortaleza, de canto desafinado, falto de entonación, sin talento pero lleno de ganas, del que dependía totalmente su sustento.

     Aceleré el paso. Continué el registro de la zona; la observación minuciosa fue uno de mis pasatiempos en vida. Un sujeto tendido en un edredón viejo y maltrecho, arrinconado contra la reja cerrada de un local comercial, me saludó, casi elogiando mi delgada figura. Exhibió una gran, refulgente y sincera sonrisa, casi totalmente desdentada, de labios oscuros y resquebrajados. Su pelo era un revoltijo de mugre y desdén, despreocupación, desinterés. Tenía barba negra, negra, muy negra, y rala, que evadía los años que aparentaba el resto de su aspecto. La mugre estaba restregada en todo su cuerpo. Los huesos sobresalían; la carne que los revestía era, por poco, inexistente. Aquello sí que me sorprendió, aunque no a un nivel de sobresaltarme o hacerme sentir asombro; solo quienes están próximos a morir pueden verme. No me acerqué, ni me detuve, pero lo miré fijamente mientras aletargaba un poco mi andar; dejé el trabajo para alguien más; yo ya tenía un objetivo; más tarde algún colega vendría por él —en caso de existir otros como yo, deambulando por las cercanías, o simplemente el sujeto, con plazo vital perentorio, partiría solo, al igual que la gran mayoría de los mortales.

     Cuando dejé atrás la zona central de la ciudad, me introduje por callejuelas anquilosadas, cuyas paredes supuraban humedad, desprestigio, estigmas y abandono. Los tejados eran chuecos y posiblemente el agua se filtraba, incluso, a causa de suaves lluvias. Una que otra casa estaba flanqueada por pequeñas balaustradas mal construidas, frágiles, viejas y sin resanar. Los adoquines casi todos estaban fuera de su lugar; algunos desniveles eran demasiado prominentes, peligrosos, una amenaza latente para los pocos transeúntes de aquella zona. Me topé, por fin, con el piso del sujeto. A un volumen considerable, sonaba una canción de Carlos Gardel. Quise disfrutar del bandoneón; era imposible. Entré sin más.


 

2.

 

     El tocadiscos rechina más de lo habitual, como si saltara esquivando la aguja. El ruido del vinilo entorpece mi disfrute; ¡me jode el momento! No he parado de vomitar. Siento el sabor a bilis con sangre en la boca. La garganta me arde demasiado. Doy otro trago a la botella y eructo, soportando el ardor. Mi pecho está untado de mis entrañas. No tengo la fuerza suficiente para levantarme. Escupo un pegote rojo, paso mi lengua por los dientes y doy otro trago a la botella; ya casi se acaba, y no estoy en condiciones de ir a comprar más. Quizá si logro recoger los billetes que hay debajo de mi cama y llamar a un domiciliario, pueda tomarme una más. La canción está a punto de terminar y la que sigue no me gusta; ese LP está en mi memoria, incrustado permanentemente en los surcos de mi cerebro; pero lo disfruto más por partes, intercalando las canciones que realmente me satisfacen.

     Buenas noches interrumpe mi lamentable goce una voz femenina. ¿Quieres acaso que te ayude a cambiar el disco?

     Lo que me faltaba: estoy alucinando. He traspasado mis límites. Alzo la mirada para toparme con ella, la dueña de aquella voz. Tiene un rostro inmóvil, una mirada fija, algo triste. Su piel es demasiado pálida, casi parece gris, como el vestido que lleva puesto. El cabello negro es muy liso; no alcanzo a ver qué tan largo es. ¡Qué ojeras!; peores que las mías; demasiado oscuras. El iris de sus ojos parece plateado, fulgura, casi logra encandilar; se incrusta en mi desgraca. Su rostro me gusta, a pesar de la notoria cicatriz cerca del mentón. Parece muy joven. Se acerca a pausados pasos, mientras me mira fijamente, inmutable.

     Sé que usted no es real —le digo—, pero, de cualquier forma, déjeme disculparme por mis fachas y mis vicios y mi falta de deferencia y todo lo que encuentre fuera de lugar.

     Soy más real de lo que crees responde. Real, aunque inverosímil.

     ¿Tan descuidado soy que he dejado la puerta abierta?

     De ello no hubo necesidad —dice—. Esa sangre no se ve bien —anota después.

     Cambie esa canción que no me gusta alzo un poco la voz, como si estuviera en posición y en condiciones de exigir.

     La mujer se inclina hacia adelante, alarga su brazo y, con sus extremadamente flacos dedos, toma la aguja y la introduce en otro surco. El contrabajo es el primero en hacer presencia esta vez. Ella vuelve a su posición inicial: muy quieta. Es bella, realmente bella. Y particular.

     Esa sangre no se ve bien repite.

     ¿Me regala su nombre? —pregunto.

     No deberías beber un trago más. Pero no vengo a sermonearte; mi objetivo es informarte, más bien.

     ¿Qué puede saber usted de mí?

     Doy otro trago a la botella. Ella no deja de mirarme un solo segundo. Que no crea que me intimida; no estoy en condiciones de achantarme.

     Que, producto de una cirrosis sin tratar, estás a menos de dos horas de respirar por última vez.

     Me suponía lo de la cirrosis, pero eso no es difícil adivinarlo, no le doy mérito alguno a su diagnóstico.


Recuerden que pueden leerla completa a través de AutoresEditores, en formato físico: https://www.autoreseditores.com/libro/17478/gabriel-dario-castillo-suescun/tras-la-muerte-hay-otro-comienzo.html

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domingo, 13 de diciembre de 2020

Un cuento propio, titulado «¡SORPRESA!»

CUENTO: ¡SORPRESA!

LIBRO AL QUE PERTENECE: Relatos de una mente desencuadernada ©

AUTOR: Gabriel Castillo Suescún




     Mi cordura comenzó a cederle terreno a la insensatez. Al principio no era notorio. Sin embargo, me percaté del problema al revisar el álbum familiar, que encontré, polvoriento y olvidado, en uno de los estantes de habitación de huéspedes. Inmediatamente entablé conexión con una foto en especial; me acometió la compulsión de extraerla de allí y guardarla en el cajón principal de mi escritorio. En dicha foto aparecía mi madre, mucho más joven y esbelta, sin arrugas ni ojeras prominentes, con su cabello castaño y ondulado, retenido por una balaca que cubría la mitad de su frente.

     Diariamente, al llegar de mi trabajo como asesor comercial, extenuado y totalmente exiguo de jovialidad, sacaba la foto del cajón y me quedaba abstraído, mirándola detenidamente por varios minutos. La imagen representaba la celebración de mis primeros tres años de vida. Había una torta azucarada, que recuerdo rellena de arequipe, sobre el comedor de madera desnudo; junto a la torta reposaba un gran cuchillo y una pila de platos desechables. Yo sonreía, preparándome para soplar las tres pequeñas velas. Mi madre miraba fijamente hacia a la cámara; me observaba fijamente a mí, en ese instante, ya siendo adulto —y más estúpido y adocenado que en aquel entonces—, desperdiciando las últimas reservas de mi lozanía con clientes ambiciosos e implacables, adoptado casi de lleno por la concupiscencia.

     Luego pasé varios días sin ver la foto, producto de la fatiga acumulada, del estrés dominante, de la esperanza extinta. Mi único consuelo era mi mujer, que casi siempre llegaba a casa unos cuarenta minutos después de que yo había dejado de lado mi uniforme, de pulcra e impoluta elegancia, colgado en el pomo de la puerta del baño. Ella me hablaba, frecuentemente, sobre lo mucho que amaba su carrera en Ingeniería Ambiental y sobre lo mucho que aprendía de sus profesores. Tanto sus palabras como su rostro me agradecían visiblemente mi aporte económico a su proceso, que servía para los desplazamientos de la casa a la institución y de vuelta.

     Después de cinco días sin acercarme al cajón donde guardaba aquella estampa recordatoria, el impulso me atrajo a esta. Mis dedos índice y pulgar, sin soltar la foto, sucumbieron al asombro; mi boca hizo lo propio; mis ojos se unieron al ritual de incredulidad. Había aparecido una tercera persona en la imagen; se trataba de un hombre con un frondoso bigote gris y poco cabello en la cabeza, que llevaba una camisa azul índigo, desabotonada hasta el pecho, dejando ver el vello ensortijado que de allí provenía. Estaba de pie, apoyando sus manos sobre los hombros de mi madre, y, con un gesto muy serio, miraba también hacia la cámara. La guardé, decidiendo que no la vería hasta la próxima mañana.

     Tampoco fui capaz de verla antes irme a trabajar. Ya en la noche, cuando había cedido a la resignación de que aquel hombre ocupara un lugar en mi fiesta y había sido impelido por razones inconscientes a mirar de nuevo la foto, apareció una pequeña niña en esta, con el cabello sujetado en dos moños, vestida con un pequeño traje rosa de mangas blancas, sentada justo a mi lado. Curiosamente, sostenía el gran cuchillo con su pequeña mano, y parecía relamerse observando la torta. Yo continuaba sonriéndole a las tres velitas, aún encendidas. ¡Una niña! Y yo no tengo hermanas. No sé qué hacían aquellas personas allí; ¿acaso invitados de mamá?

     El tercero en aparecer fue un hombre enjuto, de cabello largo y enmarañado, portando gafas de sol. Estaba enfundado en una gran chaqueta negra y alzaba su cabeza levemente, como gesto de soberbia. Parecía de la edad de mi madre; a ella nunca le conocí novios mientras fui niño. Aquello carecía totalmente de explicaciones; mi madre acostumbra dormir temprano, por eso nunca la llame para pedírselas.

     Allí no cesó el asunto; cada día siguiente dio paso a un personaje nuevo en aquella historia estática, que ya no era tan nítida en mi memoria. Un par de semana después, posaba todo un escuadrón de desconocidos, que requerían más espacio dentro del encuadre.

     Era miércoles 9 de mayo. La casa estaba más silenciosa que de costumbre cuando entré. Encendí la luz principal de la sala, y un «¡sorpresa!» me arrumó contra la pared. No obstante, allí no había nadie. Corrí a encerrarme en el baño. Un cántico de cumpleaños atravesaba la puerta, acercándose, acechándome. Comencé a gritar que se fueran todos, que no era un momento digno de celebraciones. Los aplausos tronaban y reverberaban en la blanca loza que recubría las paredes del baño. «¡Fuera de aquí!», grité con la voz quebrada. Después de palmear y remojar mi rostro, me levanté y abrí la puerta. El corredor permanecía oscuro. No me atreví a soltar la perilla; allí continuaba mi traje, intacto. Esperé ver manos tras la penumbra, o alguna sonrisa cínica, proveniente de una cara desconocida. ¡Nadie, absolutamente nadie salió a mi encuentro! Los brindis no se hicieron esperar: vidrios chocando se escucharon en la cocina; con estos, se mezclaba risas indescifrables, murmullos ininteligibles, pasos arrítmicos; una fiesta de extraños.

     Cuando mi mujer llegó a casa, yo lloraba estrepitosamente, sentado al escritorio, sosteniendo la fotografía. Le expliqué todo, antes de que pudiese cuestionarme. El consuelo que de ella provino fue súbito, como siempre. Según me dijo, el álbum ya estaba allí cuando rentamos la casa; aquel niño no era yo, ni aquella mujer era mi madre.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Mi libro predilecto: El lobo estepario

 Mi libro predilecto de la historia literaria... hasta ahora:


«El lobo estepario», del autor Hermann Hesse, quien ganó el Nobel (1945) por su trayectoria literaria, es una exploración de las profundidades del psiquismo humano, de una suerte de dualidad —multiplicidad—, causada por los altibajos y las fluctuaciones de pensamientos y emociones que caracterizan al ser humano. La empatía, que se debate con el aislamiento o incluso con la misantropía, en el interior de cada ser consciente.



Repeler la compañía, pero no soportar completamente la soledad; ser huraño y a la vez necesitar de la interacción con otros y del afecto ajeno. En ello se profundiza en este libro y de allí viene su nombre: un lobo de la estepa que prefiere estar lejos de la manada o un ser humano que requiere del contacto social. Sin embargo, también se toca el tema de los matices, de las escalas entre estos dos extremos, de que no siempre se está en uno o en otro, sino que habitualmente se recorre entre una cantidad de estados anímicos, que se agitan o se adormecen, se excitan o solazan.


Este libro me recuerda también las veces que, en sueños, he conocido personajes que admiro o que referencio y que en la realidad son inalcanzables, pues viven, a miles de kilómetros, una vida de reconocimientos o, peor aún, fallecieron hace décadas. La mente es un contenedor de misterios, que se equipara con los enigmas universales, aún tan lejos de nuestro entendimiento.