CUENTO: ¡SORPRESA!
LIBRO AL QUE PERTENECE: Relatos de una mente desencuadernada ©
AUTOR: Gabriel Castillo Suescún
Mi
cordura comenzó a cederle terreno a la insensatez. Al principio no era notorio.
Sin embargo, me percaté del problema al revisar el álbum familiar, que
encontré, polvoriento y olvidado, en uno de los estantes de habitación de
huéspedes. Inmediatamente entablé conexión con una foto en especial; me
acometió la compulsión de extraerla de allí y guardarla en el cajón principal
de mi escritorio. En dicha foto aparecía mi madre, mucho más joven y esbelta,
sin arrugas ni ojeras prominentes, con su cabello castaño y ondulado, retenido
por una balaca que cubría la mitad de su frente.
Diariamente, al llegar de mi trabajo como
asesor comercial, extenuado y totalmente exiguo de jovialidad, sacaba la foto
del cajón y me quedaba abstraído, mirándola detenidamente por varios minutos.
La imagen representaba la celebración de mis primeros tres años de vida. Había
una torta azucarada, que recuerdo rellena de arequipe, sobre el comedor de
madera desnudo; junto a la torta reposaba un gran cuchillo y una pila de platos
desechables. Yo sonreía, preparándome para soplar las tres pequeñas velas. Mi
madre miraba fijamente hacia a la cámara; me observaba fijamente a mí, en ese
instante, ya siendo adulto —y más estúpido y adocenado que en aquel entonces—,
desperdiciando las últimas reservas de mi lozanía con clientes ambiciosos e
implacables, adoptado casi de lleno por la concupiscencia.
Luego pasé varios días sin ver la foto,
producto de la fatiga acumulada, del estrés dominante, de la esperanza extinta.
Mi único consuelo era mi mujer, que casi siempre llegaba a casa unos cuarenta
minutos después de que yo había dejado de lado mi uniforme, de pulcra e
impoluta elegancia, colgado en el pomo de la puerta del baño. Ella me hablaba,
frecuentemente, sobre lo mucho que amaba su carrera en Ingeniería Ambiental y
sobre lo mucho que aprendía de sus profesores. Tanto sus palabras como su
rostro me agradecían visiblemente mi aporte económico a su proceso, que servía
para los desplazamientos de la casa a la institución y de vuelta.
Después de cinco días sin acercarme al
cajón donde guardaba aquella estampa recordatoria, el impulso me atrajo a esta.
Mis dedos índice y pulgar, sin soltar la foto, sucumbieron al asombro; mi boca
hizo lo propio; mis ojos se unieron al ritual de incredulidad. Había aparecido
una tercera persona en la imagen; se trataba de un hombre con un frondoso
bigote gris y poco cabello en la cabeza, que llevaba una camisa azul índigo,
desabotonada hasta el pecho, dejando ver el vello ensortijado que de allí
provenía. Estaba de pie, apoyando sus manos sobre los hombros de mi madre, y,
con un gesto muy serio, miraba también hacia la cámara. La guardé, decidiendo
que no la vería hasta la próxima mañana.
Tampoco fui capaz de verla antes irme a
trabajar. Ya en la noche, cuando había cedido a la resignación de que aquel
hombre ocupara un lugar en mi fiesta y había sido impelido por razones
inconscientes a mirar de nuevo la foto, apareció una pequeña niña en esta, con
el cabello sujetado en dos moños, vestida con un pequeño traje rosa de mangas
blancas, sentada justo a mi lado. Curiosamente, sostenía el gran cuchillo con su
pequeña mano, y parecía relamerse observando la torta. Yo continuaba
sonriéndole a las tres velitas, aún encendidas. ¡Una niña! Y yo no tengo
hermanas. No sé qué hacían aquellas personas allí; ¿acaso invitados de mamá?
El tercero en aparecer fue un hombre
enjuto, de cabello largo y enmarañado, portando gafas de sol. Estaba enfundado
en una gran chaqueta negra y alzaba su cabeza levemente, como gesto de
soberbia. Parecía de la edad de mi madre; a ella nunca le conocí novios
mientras fui niño. Aquello carecía totalmente de explicaciones; mi madre
acostumbra dormir temprano, por eso nunca la llame para pedírselas.
Allí no cesó el asunto; cada día siguiente
dio paso a un personaje nuevo en aquella historia estática, que ya no era tan
nítida en mi memoria. Un par de semana después, posaba todo un escuadrón de
desconocidos, que requerían más espacio dentro del encuadre.
Era miércoles 9 de mayo. La casa estaba
más silenciosa que de costumbre cuando entré. Encendí la luz principal de la
sala, y un «¡sorpresa!» me arrumó contra la pared. No obstante, allí no había
nadie. Corrí a encerrarme en el baño. Un cántico de cumpleaños atravesaba la
puerta, acercándose, acechándome. Comencé a gritar que se fueran todos, que no
era un momento digno de celebraciones. Los aplausos tronaban y reverberaban en
la blanca loza que recubría las paredes del baño. «¡Fuera de aquí!», grité con
la voz quebrada. Después de palmear y remojar mi rostro, me levanté y abrí la
puerta. El corredor permanecía oscuro. No me atreví a soltar la perilla; allí
continuaba mi traje, intacto. Esperé ver manos tras la penumbra, o alguna
sonrisa cínica, proveniente de una cara desconocida. ¡Nadie, absolutamente
nadie salió a mi encuentro! Los brindis no se hicieron esperar: vidrios
chocando se escucharon en la cocina; con estos, se mezclaba risas
indescifrables, murmullos ininteligibles, pasos arrítmicos; una fiesta de
extraños.
Cuando mi mujer llegó a casa, yo lloraba
estrepitosamente, sentado al escritorio, sosteniendo la fotografía. Le expliqué
todo, antes de que pudiese cuestionarme. El consuelo que de ella provino fue
súbito, como siempre. Según me dijo, el álbum ya estaba allí cuando rentamos la
casa; aquel niño no era yo, ni aquella mujer era mi madre.
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