MICRORRELATO: Extraviados.
LIBRO AL QUE PERTENECE: Relatos de una mente desencuadernada ©
AUTOR: Gabriel Castillo Suescún.
No la veía desde que me fui, cuando recién
cumplía diez años, y ahora la tenía en frente. Me detuve un par de minutos a
detallar los cambios, que no eran pocos, y a revivir lo que no habría ni habrá
de regresar. Me vi en aquel balcón, lanzándole las llaves a mi madre cuando
regresaba del trabajo, ya que solo había una copia, pues ella aseguraba que
tener más era regalarle la casa a alguien cuando estas se extraviasen. ¡Y
bastante trabajo que había costado adquirir el inmueble! Pagos atrasados,
intereses, cuotas que parecían no tener fin.
Antes de tocar, corroboré, pese a que
mucha gente lo afirma, que los años no llegan solos; si bien la arquitectura
parecía intacta, la fachada estaba acomodada a los gustos de alguien más.
Toqué sin más, sin saber qué podría haber
aún allí para mí. Al pasar de varios minutos, me abrió una señora de cabello
ensortijado y color rosa, con la piel arrugada y blanca, ataviada con alhajas
de plata y oro golfi; pendientes, collares, pulseras, etcétera. Llevaba un
vestido amarillo con escote redondeado y cortado a la altura de sus pechos.
Nada de su indumentaria se acomodaba a su edad; al menos eso pensé. Inquirió
que qué deseaba; aunque no de una forma grosera, sí algo inquietante. Intuí que
las visitas que recibía aquella dama eran nulas. Antes de que me lo dijera,
supe que vivía sola.
Le expliqué mis razones, aduciendo mi
nostalgia y mi memoria deteriorada e inexacta. Me invitó a pasar. Había allí
muebles tapizados con telas amarillentas y rojas. La madera de casi todos los
muebles estaba corroída y maltratada y gastada y despicada; apenas si podía
sostenerse y sostener a alguien. Me senté en el sofá principal, que chirrió
casi al punto de desfallecer por mi peso. El piso ajedrezado seguía siendo el
mismo de mi infancia; me veía caer tantas veces allí; esta vez en tercera
persona, como si el chiquillo que fui, y que he visto en fotos, saliera de mí y
actuara para mi complacencia. Las paredes estaban pintadas de otro color: un
tono de verde opaco; aun así, la pintura no era reciente. La señora, no sin
antes presentarse como Stella, fue a la cocina y regresó con un pocillo de
aromática humeante e intrigantemente olorosa. La recibí de buen gusto, sorbí
dos veces y sonreí mi agradecimiento y mi vergüenza. Sin dejarme decir algo
más, me contó que allí vivían las memorias de alguien más, que ella escuchaba
las risas y los juegos, las reprimendas y los llantos, el resquebrajamiento que
causó tener que entregar la casa como pago de la deuda bancaria y el último
adiós antes de subir la caja faltante al camión de mudanza. Ocultando mi
asombro, me dediqué a continuar sorbiendo repetitivamente el contenido del
pocillo y a escucharla, con mis ojos muy abiertos. Hizo una pausa, me miró dos
veces después de mirar hacia la ventana principal. Tomó el pocillo vacío que yo
sostenía débilmente en mis manos y partió rumbo a la cocina; desde allí dijo,
levantando la voz, «llevaba años esperando a quien dejó aquí sus recuerdos».
Me gustó mucho tu relato Gabo...tu forma de escribir no se diferencia en nada de los buenos escritores..felicitaciones..Denisse
ResponderBorrarNuevamente te agradezco mucho tus palabras, Denisse. Es un placer que te haya gustado el relato.
ResponderBorrarSaludos.
Me ha encantado, lo he visto todo claramente, de verdad felicidades
ResponderBorrar¡Te agradezco mucho! De verdad me alegra que te haya gustado.
BorrarSaludos.
Gabo, tu escritura me atrapa una vez más. Demasiado vívidos los asuntos que narrás ¡Zambullida completa!
ResponderBorrar¡Muchas gracias, Karen! Un placer tenerte por aquí y más aún que hayás disfrutado de este corto relato.
BorrarSaludos.
¡Fantástico, Gabriel! 👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼
ResponderBorrar¡Muchas gracias, Silvia! 🥂🙌
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