TRAS LA MUERTE, HAY OTRO COMIENZO
¡Buenas noches, parces! Les saludo cordialmente desde Medellín, Colombia:
Hoy me place enormemente compartirles la parte con la que comienza mi más reciente novela.
Los invito a leerlo y contarme qué les parece, qué presagian respecto a lo que sigue después de este:
Capítulo I: Lamento interrumpir
1.
Los
primeros visos de luz matutina comenzaron a despellejar la noche. La luna,
menguante, se negaba a desaparecer del panorama. Aunque yo era incapaz de
sentirlo, podía observar el frío que ofrecía aquella madrugada. Se me permitía
el olfato, intenso, infalible; la vista, de impensable alcance, de nítido
enfoque, sin importar la distancia; y el oído, que tenía una agudeza no mundana
o, por lo menos, muy superior a las capacidades sensoriales de un ser humano.
Estaba desprovista del sentido del gusto y mi piel carecía de sensibilidad
alguna. Una aglomeración de murmullos que departían antes de iniciar las labores
matutinas y altavoces que ofrecían productos ambientaban la mañana opaca y
nublada. Los trenes del Metro hacían vibrar, con más notoriedad de lo habitual,
el puente que atraviesa la zona céntrica y divide la ciudad, recorriéndola de
sur a norte, contiguo al río Medellín. Candados se aflojaban aquí y allá; luego
los portales metálicos tronaban al abrirse completamente; los comerciantes acomodaban
sus vitrinas y organizaban la mercancía. El aroma de las arepas asadas, luego
aderezadas con mantequilla y quesito; y los pasteles freídos, que contenían
pollo o huevo; era acompañado por el siseo del aceite hirviendo y las palmas de
los vendedores, que invitaban a los comensales hambrientos.
Un
asunto apremiaba mi andar. De paso, avizoraba el sector, tratando de localizar
aquella energía expirante. Junto a mí, un hombre algo arrugado, con la piel trigueña
y la tonalidad visiblemente desigual por partes, enfundado en un overol beige,
arrastraba forzosamente una carreta repleta de cajas de cartón, replegadas y
amontonadas; pude intuir que estas eran más pesadas de lo que su aspecto permitía
entrever. Se me antojó vital ese hombre, pese a su edad, pese a su físico famélico,
pese a las venas prominentes de sus brazos, pese a los hombros caídos y
asimétricos, pese a todo. Las pequeñas ruedas de la carreta rechinaban y
rebotaban levemente sobre el adoquinado. Sus brazos cenceños y venosos se
adherían con fuerza a los largueros. Su faz, en especial la frente, se apretaba
y desapretaba con cada paso, acentuando las arrugas. De mí qué hubiese sido de
haber alcanzado su edad, de haberme librado de lo terminal y de haber tenido un
expedito destino, una vida común y corriente; debía dejar de cuestionarme
insulseces y continuar con la búsqueda; sí, definitivamente era lo que debía
hacer.
A pocos
metros de allí, un hombre de piel oscura, totalmente calvo, sentado en un
banquito de plástico, cantaba sin afinación alguna, utilizando un micrófono
inalámbrico y un parlante negro y empolvado. Vestía una camisa azul, con el
cuello desabotonado y sin doblar, que le quedaba algo apretada, exhibiendo la
anchura de hombros y pectorales. Llevaba un jean, también muy ceñido a sus
anchas piernas, y un par de mocasines. Era invidente, la gente se percataba de
ello una vez pasaban cerca de él; luego depositaban monedas en el recipiente de
aluminio que sostenía en su mano izquierda. Al escuchar las monedas, el
individuo sonreía jovialmente y pedía un abrazo a cada alma generosa —y en
apariencia desprendida— que había hecho su pequeño pero valioso aporte, antes
de que se alejaran, continuando su rumbo y sus propios afanes. Una imagen sublime,
como la sonrisa del sujeto, que no podía contagiarme, por más que yo desease que
así fuera. La perversión, que suelen tener las mentes desencuadernadas y las
naturalezas violentas, no suele sentir atracción por afectar a personas como
aquel hombre; si hubiese podido, me habría alegrado por ello. De cualquier
forma, yo podía saber, con algo de precisión, que allí había más años de vida,
de fortaleza, de canto desafinado, falto de entonación, sin talento pero lleno
de ganas, del que dependía totalmente su sustento.
Aceleré
el paso. Continué el registro de la zona; la observación minuciosa fue uno de
mis pasatiempos en vida. Un sujeto tendido en un edredón viejo y maltrecho, arrinconado
contra la reja cerrada de un local comercial, me saludó, casi elogiando mi delgada
figura. Exhibió una gran, refulgente y sincera sonrisa, casi totalmente
desdentada, de labios oscuros y resquebrajados. Su pelo era un revoltijo de
mugre y desdén, despreocupación, desinterés. Tenía barba negra, negra, muy
negra, y rala, que evadía los años que aparentaba el resto de su aspecto. La
mugre estaba restregada en todo su cuerpo. Los huesos sobresalían; la carne que
los revestía era, por poco, inexistente. Aquello sí que me sorprendió, aunque
no a un nivel de sobresaltarme o hacerme sentir asombro; solo quienes están
próximos a morir pueden verme. No me acerqué, ni me detuve, pero lo miré
fijamente mientras aletargaba un poco mi andar; dejé el trabajo para alguien
más; yo ya tenía un objetivo; más tarde algún colega vendría por él —en caso de
existir otros como yo, deambulando por las cercanías—, o simplemente el sujeto, con plazo vital perentorio, partiría
solo, al igual que la gran mayoría de los mortales.
Cuando
dejé atrás la zona central de la ciudad, me introduje por callejuelas
anquilosadas, cuyas paredes supuraban humedad, desprestigio, estigmas y
abandono. Los tejados eran chuecos y posiblemente el agua se filtraba, incluso,
a causa de suaves lluvias. Una que otra casa estaba flanqueada por pequeñas
balaustradas mal construidas, frágiles, viejas y sin resanar. Los adoquines —casi todos—
estaban fuera de su lugar; algunos desniveles eran demasiado prominentes,
peligrosos, una amenaza latente para los pocos transeúntes de aquella zona. Me
topé, por fin, con el piso del sujeto. A un volumen considerable, sonaba una
canción de Carlos Gardel. Quise disfrutar del bandoneón; era imposible. Entré
sin más.
2.
El
tocadiscos rechina más de lo habitual, como si saltara esquivando la aguja. El
ruido del vinilo entorpece mi disfrute; ¡me jode el momento! No he parado de
vomitar. Siento el sabor a bilis con sangre en la boca. La garganta me arde
demasiado. Doy otro trago a la botella y eructo, soportando el ardor. Mi pecho
está untado de mis entrañas. No tengo la fuerza suficiente para levantarme.
Escupo un pegote rojo, paso mi lengua por los dientes y doy otro trago a la
botella; ya casi se acaba, y no estoy en condiciones de ir a comprar más. Quizá
si logro recoger los billetes que hay debajo de mi cama y llamar a un
domiciliario, pueda tomarme una más. La canción está a punto de terminar y la
que sigue no me gusta; ese LP está en mi memoria, incrustado permanentemente en
los surcos de mi cerebro; pero lo disfruto más por partes, intercalando las
canciones que realmente me satisfacen.
—Buenas noches —interrumpe
mi lamentable goce una voz femenina—.
¿Quieres acaso que te ayude a cambiar el disco?
Lo que
me faltaba: estoy alucinando. He traspasado mis límites. Alzo la mirada para
toparme con ella, la dueña de aquella voz. Tiene un rostro inmóvil, una mirada
fija, algo triste. Su piel es demasiado pálida, casi parece gris, como el
vestido que lleva puesto. El cabello negro es muy liso; no alcanzo a ver qué
tan largo es. ¡Qué ojeras!; peores que las mías; demasiado oscuras. El iris de
sus ojos parece plateado, fulgura, casi logra encandilar; se incrusta en mi
desgraca. Su rostro me gusta, a pesar de la notoria cicatriz cerca del mentón.
Parece muy joven. Se acerca a pausados pasos, mientras me mira fijamente, inmutable.
—Sé que usted no es real —le digo—, pero, de cualquier forma, déjeme
disculparme por mis fachas y mis vicios y mi falta de deferencia y todo lo que
encuentre fuera de lugar.
—Soy más real de lo que crees —responde—.
Real, aunque inverosímil.
—¿Tan descuidado soy que he dejado la puerta
abierta?
—De ello no hubo necesidad —dice—. Esa sangre no se ve bien —anota después.
—Cambie esa canción que no me gusta —alzo un poco la voz, como si estuviera en
posición y en condiciones de exigir.
La mujer
se inclina hacia adelante, alarga su brazo y, con sus extremadamente flacos dedos,
toma la aguja y la introduce en otro surco. El contrabajo es el primero en
hacer presencia esta vez. Ella vuelve a su posición inicial: muy quieta. Es
bella, realmente bella. Y particular.
—Esa sangre no se ve bien —repite.
—¿Me regala su nombre? —pregunto.
—No deberías beber un trago más. Pero no vengo
a sermonearte; mi objetivo es informarte, más bien.
—¿Qué puede saber usted de mí?
Doy otro
trago a la botella. Ella no deja de mirarme un solo segundo. Que no crea que me
intimida; no estoy en condiciones de achantarme.
—Que, producto de una cirrosis sin tratar,
estás a menos de dos horas de respirar por última vez.